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Quién eres tú...
Quién eres tú, oh, niña, y de qué campos
con esa flauta triste?

Por qué el aire suena así tan melancólico
si el arroyo es el camino, allá,
de la plata del aire?

Quién eres tú, de música y de lágrimas,
en las colinas del silencio?

Quién eres tú, di, quién eres tú,
y si es de este mundo ese país que hilas
de repente a mi lado lo mismo que una lluvia?

Quién eres tú, y de qué muerte vienes,
o de qué vida dulce ni siquiera soñada
suspendida a un paisaje apenas entrevisto?

Quién eres tú, di?
Eres la pena desconocida, de qué tiempos?,
que encuentra no se sabe dónde, no se sabe qué agua,
y moja y moja un aire blanco?

O eres acaso, di,
eres la dicha inédita, niña misma del aire
pero en un “aire” tímido tejido
por unos dedos de neblina,
al saberte, oh tú, recién libre de los velos,
y todavía imposible, ay, en los juncos de aquí?

Quién eres tú, di, de llanto antiguo,
alada sobre un arroyo antiguo en el soplo antiguo,
de una melancolía casi de ángel
con las perlas, que no sabemos, de este aire?

Quién eres tú, oh niña, y qué rocíos
los de esa flauta íntima?

Y qué hálito es el tuyo, di,
que nos une, al final, del otro lado ya del aire,
en un solo hilo de tiempo, altísimo,
sobre las gotas de un abismo?

 

 


 

Rosa y dorada...
Rosa y dorada
la ribera.
La ribera rosa y dorada

Febrero,
y ya estás,
belleza última, en el cielo y el agua.

Etérea,
pero ya estás,
vapor flotante de un sueño
que parece de flor y es de un lúcido pensamiento
que se busca
y se suspende
mientras el cielo es un ardor sensible.

Por los caminos pálidos, entre la hierba oscura,
el alma es un olvido hacia una orilla eterna

 


 

Sí, el nocturno en pleno día
Sí, el “nocturno en pleno día”. Qué reposante
la sombra, el baño de la sombra.
Algunos brillos, algunas florescencias. Y, ah,
reencontrar el centro de relación. Delicias
de las flores submarinas, frágiles delicias.
La noche íntima está llena del mundo. En la primera
capa del reposo, sólo. Acaso en la segunda.
La fatiga de la luz y del ruido, sonríe, sí, al silencio iluminado
apenas, muy apenas de un pálido cielo abisal.
Silencio, silencio, sombra y silencio reposantes y ah,
         indispensables.
El nocturno delicado para oír nuestro silencio y el silencio
         del mundo,
curvados sobre la sombra opaca, sin reflejos mezquinos o
         complacientes.

Nuestro silencio y el silencio del mundo, tan musicales, ah,
         tan musicales,
en sus primeras zonas. Porque en cuanto descendemos más
         nos sorprende el grito de la vida.
La vida grita, hermanos, en lo profundo del mundo y de
         nosotros mismos.
La vida herida grita y es inútil nuestro intento de eludir el grito
en el adorable y reposante refugio de nuestra soledad o de
         nuestra comunión con las criaturas secretas del mundo.

Ah, cómo quisiéramos encontrar la paz absoluta de la sombra
         o de la armonía total
cuando bajamos hacia nuestro silencio en el día o en la noche!
Por unos minutos sólo, aunque fuera por unos minutos, ver
         alzarse una tenue constelación de las profundidades últimas.
Subiríamos con una sonrisa más segura, hermanos, para los
         deberes del amor.
No el vértigo de la sombra, no, sino el canto de la sombra.

Ah, cómo quisiéramos en el silencio de nuestro paisaje ver
         sólo los juegos de la luz y del agua.
Una impalpable presencia, casi una música, sobre las colinas
         olvidadas.
Cómo quisiéramos que el canto nuestro fuera el del pájaro,
         el del arroyo, acaso el del grillo en el alba:
una perdida aspiración hacia una dicha que casi no es de este
         mundo o el cristal de una dicha ubicuo como el cielo.
Cómo quisiéramos, sí, contar con una breve seguridad en la
         noche de nosotros mismos o en la armonía de las cosas.
Fuera agradable, verdad, hermanos míos? estrechar el universo
         en el límite del ser, en el último límite tembloroso del ser.
Pero la vida, el mundo, nos han penetrado tanto que en
         nuestras profundidades sólo hay sangre y gritos.
Nuestro silencio último está lleno de llantos, de
         desgarramientos.
El paisaje manchado de injusticia y de desolación.
En la sonrisa de las lomas criaturas amarillas con su pregunta
         terrible de animales acosados.
Y en el polvo de los caminos la inseguridad de pies llagados,
         y junto a los alambrados el desamparo ante la noche.

Ah, nuestro querido Supervielle, nuestro nocturno, nuestro
         delicado “nocturno en pleno día” gime con el dolor del
         mundo.
Pero, pero,
más allá de la sangre y de las lágrimas, más allá de la muerte
         y del espanto, el día como una nave
con su carga preciosa para las soledades ya seguras frente al
         canto de la sombra,
y menos indefensas ante el vértigo de la sombra.

 


 

Sí, las escamas del crepúsculo...
Sí, las escamas del crepúsculo
en el filo, último?, de Noviembre sobre el río:
o el éxtasis de los velos de Noviembre
fluyendo hasta la noche, y más allá?...
increíble de ecos
y de fugas y pasajes
de no se sabe ya
qué despedida o qué llamado...

Sí, el fluido profundo, sobre oro,
que nimba la barranca
e inscribe místicamente un árbol alto,
y radia, hasta cuándo?,
unos vagos pétalos de iris...

Sí, sí,
el verde y el celeste, revelados,
que tiemblan hacia las diez porque se van
y en la media tarde se deshacen o se pierden
en su misma agua fragilísima...

Sí, sí, sí...
Pero vino la luz, estaba sólo la luz
detrás de las persianas de la mañana íntima:
vino la criatura eterna, el sentimiento de las estrellas,
la eucaristía de los mundos, el alma primera
antes, antes del prisma,
con esa flauta blanca, inefablemente blanca, siempre impuesta
sobre el caos…

Vino la luz, vino la niña esencial,
imposiblemente pura de las hojas y de sus propias alas,
hasta un olvido lleno de ella
como de la mirada, única, de un estío nunca visto…

 


 

Sí, mi amiga...
Sí, mi amiga, estamos bien, pero tiemblo
a pesar de esas llamas dulces contra Junio. ..

Estamos bien... sí...
Miro una danzarina en su martirio, es cierto,
con los locos brazos, ay, negando la ceniza
y el crepúsculo íntimo...

Estamos bien... Cummings que se va, muy pálido,
al país que nunca ha recorrido,
mientras Debussy enciende el suyo, submarino...

Estamos bien... Pero tiemblo, mi amiga, de la lluvia
que trae más agudamente aún la noche
para las preguntas que se han tendido como ramas
a lo largo de la pesadilla de la luz,
con la vara que sabes y la arpillera que sabes,
en las puertas mismas, quizás, de la poesía y de la música...

Estamos bien, sí mi amiga, pero tiemblo de un crimen...

Cuándo, cuándo, mi amiga, junto a las mismas bailarinas del
   fuego,
cuándo, cuándo, el amor no tendrá frío?

 


 

Sí, mis amigos, allí entre esos rostros...
Sí, mis amigos. allí en esos rostros está el rostro.
El rostro que en la noche, en medio de la tempestad, entre
   relámpagos,
en medio del martirio, con la sonrisa última muchas veces,
algunos entrevieron y saludaron como un alba.
La poesía también fue, la poesía también es, un llamado en la
   noche,
tímido o firme, pero un llamado hacia ese rostro.
Acaso la belleza esté allí. Estamos seguros de que la belleza
   está allí.
En ese resplandor que casi vuelve imprecisos los rasgos.
Sin velos. Como la luz de las aguas y de las flores en un puro
    mediodía.
O como la del corazón que ha encontrado su centro.
Y las manos, ah, las manos que sufrieron las cadenas y
   sangraron, las manos,
son aquellas, sí, aquellas que allá tejen la guirnalda del sueño
a lo largo de la tierra en la casa común.
Veis los dedos ahora finos afiebrados en torno de los tallos y
   de los pétalos,
y de los pulsos precisos, y sobre las “páginas que defienden
   su blancura”,
y sobre los silencios, tantos silencios que luego han de cantar?
Veis el gesto abierto hacia la colina que despierta como una
   novia o como una hija?
Veis el gesto desvelado sobre el paisaje de las infinitas
   respuestas
en la escala toda, relativa, del vértigo?
Pero veis sobre todo, pero sentís sobre todo,
que por las manos ahora fluye, recién fluye, la corriente,
la clara, la profunda corriente en que la criatura puede mirarse
   de veras y ver el infinito?
Sí, mis amigos, allí en esos rostros está el rostro.
La belleza está allí, nuestra belleza.

 


 

Sí, sobre la tierra...
Sí, sobre la tierra siguen flotando las imágenes
o los sentimientos a veces nostálgicos
de aquellos que la amaron o vivieron en su resplandor,
de aquellos a quienes este resplandor
los tocó en su hora, en una hora lejanísima
—oh, los del “Libro de la Poesía”, oh, Li-Po—,
con una gracia eterna.

Sobre los juncos y los lagos, sobre los arroyos y las colinas y
   los sauces,
su errante corazón es una niebla ligeramente ebria.
Los amantes y los poetas sienten en esa niebla que todo sube
   hasta el canto,
que el canto viene de muy lejos, de muy lejos, y no muere.

Y no morirá.
Mientras exista la tierra.
Porque la tierra tiene una atmósfera,
y ellos son del aire.
Ellos son el sentimiento del aire, las lágrimas del aire,
el espíritu del aire iluminándose
como vagas lámparas hacia los confines.

Oh, arder en el amor de la tierra y de sus criaturas, de su
    criatura,
arder en la nostalgia de la total relación,
ser atentos, completamente atentos,
a los cuidados cambiantes y a veces paradojales del amor,
en la llama decisiva quemarse si ella estalla,
y pasar también, por fin, al aire de los paisajes y las almas,
como un fuego sutil que abra siempre para los desconocidos
que miren temblar las hierbas o se encuentren frente a su
    destino,
el cielo, el cielo puro y misterioso del canto…
Quién habla de la muerte? El aire de la tierra, los espacios
    humanos,
tiemblan de sentimientos y de imágenes nobles.

 


 

Sobre el sitio baldío…
Sobre el sitio baldío,
verde,
el cielo de las cinco,
plateado en una extática dulzura.

Mujeres pasan
en la luz blanca.

¿Blanca la luz?
Una melodía profunda,
abierta y concentrada
delicadamente, a la vez,
hecha de pastos iluminados,
de puras nubes quietas,
de figuras rítmicas.

Mujeres cruzan el silencio argentino
sobre un tapiz por un momento mágico.

 



 

Sobre los montes...
Sobre los montes un canto.
Un canto, solo, en la tarde.
¿Qué invisible ave nostálgica
llama? ¿Es el aire que canta?
¿O es la soledad infantil
pero profunda, que dice
a los cielos alejados
lo que el reflejo y el ritmo
del río, lo que las flores
agrestes, lo que los árboles
no pueden comunicar?

Sobre los montes un canto.
El silencio tan sensible,
con qué dulzura lejana,
melodiosa, se quiebra!
En su ruptura, la tarde
su tensión celeste afloja.
Qué silencio el de las aguas
ahora, y el arroyuelo
—temblor pudoroso entre
las altas hierbas—por qué
ha callado? Es este canto,
entonces, la pura esencia
de esta soledad perdida
en sí misma, que pedía
a las aguas, a los pájaros,
a los follajes, a las flores,
la voz que necesitaba?
Qué dicha honda, si frágil,
que el anhelo musical
de tantas vidas secretas,
de tan mágicas presencias
como concierta el paisaje,
al fin encuentre su canto!
Un canto sobre los montes.
Un canto, sólo, en la tarde!

 


 

Sueño encendido
Otoño, celeste puro, exaltado, entre nubes de humo,
que baja hasta una dulce palidez
entre una tenue gloria de vapores.
Otoño sobre las rosas otoño del mediodía.
Las cosas encantadas en un sueño encendido.
Las chispas, sólo, de las hojas
aleteando.

 

 


 

Un canto solo
Un grillo, sólo, que late el silencio.
A su voz se fijan
los resplandores
errátiles
de las estrellas
que tienden hilos vagos
al desvelo
de las flores, las hierbas, los follajes?
O es una tenue voz aislada
junto al arpa que forman esos hilos
y que hace cantar la noche
con su último canto
secreto?
No oigo
ya
el grillo.
Vibra un canto
sutilísimo, profundo,
hasta cuándo...?

Los cantos de los gallos
quiebran metales tristes, irisados,
que no son de este mundo,
de qué tímida alba
que aún no ha tocado las estrellas
pero que sienten ya
el río
y las alas?:
pálido serafín que se asoma a los cielos
con un agudo, casi desgarrado, heraldo.

 


 

Un grillo en la noche...
¿Qué hierbas vagas se despiertan, de allá,
y de un profundo lugar
que no sé?

¿Qué fluido es ése que las hace casi celestes
en una hondura que tiembla?

Oh voz antigua, humilde, que encuentra el sueño hundido
de unas gramillas pálidas y de caminos más pálidos, junto a
  un río...
mientras el aire oscuro es el latido viejo de la sombra…

Oh voz antigua, humilde, desde el confín medio perdido,
justa o perdida, ay, en la brisa de una estrella
lo mismo que el afán, aquél...

¿Qué alma eterna, dulce, se arrodilla sobre el canto,
una en la fe con él hacia el rocío que viene?

¿Qué alma eterna, dulce, será la misma de la tierra
que llamará en el alba, entre las briznas, con su estribillo más
  puro,
a erguirse en la luz nueva ligeros como la luz?

 


 

Venía de las colinas...
Venía de las colinas celestes ya,
triste, en el aire triste de su vuelo vago.

La conocía y lloré dulcemente con sus ojos
sobre el agua lejana y baja y las islas profundas.

Pero la rosa del día no se iba sola esta vez por el río.
Sentimientos la seguían como velas fascinadas.
¿Por qué las dulces lágrimas entonces?

No sé. No sé. ¿Era que su silencio no encontraba
los otros silencios? ¿Era que su soledad no encontraba
las otras soledades?

Doliente acaso de estar únicamente en el aire, mirada sola del
   cielo,

ella que puede ser otras miradas, ella que puede ser otro
   lenguaje. . .

El lenguaje que se encontrará, que se volverá a encontrar, de
   todos,

en el misterio amoroso de cada uno, por gracia de su misma
   radiación. . .

¿O es que ella quería descender, humilde,
y estaba presa como en una suerte de música por su propia
   esencia fluida,

ella que es también el espacio y la memoria del corazón,
   infinitos y súbitos?

El espacio del corazón... ése sobre todo, éste sobre todo,
de sombra pobre y olvidada en que se llama desesperadamente
   a las puertas cerradas,
y no se oye todavía detrás de ellas, entre las ramas de la noche,
su voz tenue y casi perdida en que murmura sin embargo su
respuesta todo el viento del mundo...

 


 

Villaguay
para Justo Miranda
¿Dónde está mi corazón, al fin?
Ah, mi corazón está en todo.
En las vidas más increíbles, próximas y lejanas.
Está en las más hermanas de aquí y de allá, caídas o
    incorporadas
sobre sí mismas, en el límite del martirio, con la sonrisa de
   la fe.

En todo, mis amigos.
En los finos tallos que tiemblan al anochecer
en una apenas blanca luz que va a morir, medio desamparada:
¿qué presentimientos los de las maduras hierbas altas?

Está en todo mi corazón pero allí estuvo también mi infancia.
Allí las siestas del monte, dulces para siempre de ubajay,
con su silencio lleno de flores raras y de lazos invisibles,
verde sobre los tajamares y sus fantásticas criaturas de luz...
Allí las primeras heridas de la crueldad inútil
que aún me sangran la adhesión a los “amiguitos inocentes…”
Allí en el pueblo otra vez el monte, y el arroyo
que he vuelto a ver y oír en su purísimo sueño
discretamente abierto o misteriosamente sensible
bajo los arcos de las ramas con enredaderas estrelladas. ..
El canto del arroyo en la tarde que de repente se pierde
en su propio olvido y vuelve con una pena imposible: la
     paloma…
¿Qué secreto alado o íntimo quiebra; eterno, sobre las piedras,
ese canto?

Allí bajo los naranjos la noche me hablara una vez,
y me llevara, con mano de azahar, hacia el país del vértigo,
y allí, después, las sombras del jardín vecino
palpitaron de velos celestes como de otras señales.. .

Allí en el cerco junto al cual había pasado la niña
la búsqueda de lo que quedara de ella, entre los jazmines como
     un aura...

Allí en la cañada del baldío la gracia de la lluvia destrenzándose
     entre las pálidas biznagas…
(La lluvia que allí también nos internaba aún más en las cosas
     primeras,
y en un raro desplazamiento, al crepúsculo, nos acercaba el
     monte:
el monte, todavía, como una sutil alma de fondo
que da nobleza a los gestos y a la vez los hace algo defensivos
en su misma fuga gentil, en su desvío ligero.. .
El vago pavor del monte cuando el cielo se cerraba sobre él,
lleno de largos brazos negros y de miradas lívidas,
de figuras de niebla, enormes, que flotaban, extrañas, sobre
     una ahumada plata...
Y el niño solo, solo, solo, no había encontrado aún la vaca…)

Allí “la señorita Amelia” con el canto grave de su voz y sus
     puros dedos de nácar
en la armonía de los trozos oportunos y esperados, oh
     esperados…
Delgada sombra allá, en el más allá, seguirás poniendo alas
     a los tiernos espíritus?
A ti el ramo de siemprevivas o la corona del mirto nuestro
     con el rocío debido...

Allí los 25 madrugados y el olor del merino nuevo, azul, y el
     chocolate cálido en la escuela iluminada,
y la plaza bicolor toda cantada bajo el primer oro helado,
y las dianas a las puertas y la patria, en fin, de “cuadros vivos”
     y bengalas.. .

Allí las retretas con “tucos” en los altos peinados o en las
     cabelleras sueltas,
y las casas con quintas profundas asomándose casi al zaguán
     sombrío
con todas las delicias del estío final ofrecidas a la sed...
Allí el senderito que bajaba de mi casa por la vereda de tierra,
     hacia el este,
y los juegos vespertinos, y las competiciones vespertinas, entre
     una polvareda épica
o de irisada gloria tenue que demoraba en la calle una franja
     casi mística
en que las claras muselinas últimas ya entonces no me parecían
     de este mundo...

Allí la fantasía anónima encendiendo sobre el camino puentes
   de leyenda entre los álamos nocturnos,
y los “idos” miserables en que no se sabía qué de la selva
   murmuraba o se dolía...

Allí las veladas leídas, con Manuel Acuña y Manuel Flores,
   bajo la lámpara amarilla,
más inspirados todavía, y más tristes y fatales todavía, en los
   labios de mi hermana
que suspiraba también a Jorge Isaac en aquel: “soñé vagar por
   bosques de palmeras”...

Allí la Biblia de las 2 de la tarde de Enero, escondido por ahí,
con su movimiento y su ritmo caminados como otras aguas
   por los pies milagrosos...

Allí el más allá del color y de la forma con su sonrisa a través
   de las hojas azoradas,
y los lápices y las plumas y los pinceles, simples, tímidos y
   pacientes…

Y allí los amigos, oh los amigos, que he vuelto a ver como el
   monte y el arroyo.
Las manos fieles que quedan, ay, de la aventura aquella en
   “la comarca sin nombre”…
Los amigos cariñosos inclinados sobre el hondo paraíso común
y encontrando juntos, en la rueda convivial, la fuente límpida
   de todos en que se mira la fe nueva...

Los Antonio, los Román, los Pepe, los Juan Angel, los Alberto,
    los Armando, los Justo...
Los Justo… qué paisaje esencial mejor se da en una flor
    humana?
Y esa flor se abrió para mí cuando las otras flores dormían
    tras las tapias
sobre el tierno minuto, ¿en qué reloj?, de sus primeros
    escalofríos aéreos...
Y conocí su perfume viril y suave de helechos y de musgos,
    de preciosas maderas vírgenes,
sus efluvios humildes de yo no sé qué incienso ideal y telúrico…

Ah, mis amigos, hemos hallado juntos la fuente original que
    llevábamos oculta
y en ella se miró nuestra fe más segura así en la otra claridad:
éramos todos diáfanos y lo seremos más en la profunda gran
     relación sin trabas:
una la raíz, la delicada raíz, una, y los hilos cada vez más
     lejanos, más hondos, más activos...
Ya el destino, otra fuente, otra fuente imantada, en el espacio
     del anhelo, con la línea del día cierto,
y la misma fe en que “hacen” ya y miden y exploran por allá,
     bien viviente, y encarnada,
anudan una nueva, vastísima niñez, alegremente tendida hacia
     una transparente amistad inédita,
o una muy ancha, anchísima amistad vuelta esta vez hacia una
     niñez aún no nacida...